THE PANAMERICAN ADDRESS OF VILLA DEL ROSARIO

“Bogotanos, Colombians, Panamericans: I believe to be writing this speech from the old capital of your country, having driven from the north to center and from the central highlands to the West. I have the strong impression that I have spent many days in Colombian border towns, sharing Aguila beers in dusty bars with truckers, listening to ballenatos, waiting forever for a Venezuelan customs permit that has not yet been granted. I could assure you – although it may have been a mirage— that I spent a week of my life in Getsemaní, hypnotized by its seductive street life and the breeze of the Caribbean. I believe to remember that the burnt brakes of my van got loose as I was arriving to Pamplona at night. I could swear that I saw your local ants, hormigas culonas, having commuted on the buses to La Boquilla with its residents, having told stories about Alaska to a group of children at a street fair in Aguachica. I am certain, although it could be impossible, that I went through García Marquez’s hometown, Aracataca (but I must have seen Macondo instead). I could swear that I waited in line for hours along with one hundred motorcyclists in order to get a car insurance policy in Cartagena. I must have dreamt that I was conversing about Pedro Infante with the soldiers at the checkpoint of Fundación. It must have been another, not I, who on the same week climbed twice through the Chicamocha with his van, or that one who slept at an old hotel in Tunja and thought that the city was so similar to Toluca. Perhaps it was my body, not my soul, which stopped at Páramo Berlin and bought onions to its farmers. I would not have been capable to crash with a passenger bus at the intersection of calle 7 and avenida 3 in Cúcuta, stopping all downtown traffic, and then spending the whole day at the police station with lawyers that were threatening to seek a court order against me to stay in the country indefinitely. I remember, just as if I had lived it myself, that I saw the bridge of Boyacá, the spot where Bolívar had his decisive battle against the Spanish, and I remember having thought in amazement how crossing such a small bridge must have represented such a gigantic step for the history of a nation.”

 

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EL DISCURSO PANAMERICANO DE VILLA DEL ROSARIO

 

Villa del Rosario, a 18 de agosto de 2006

Bogotanos, Colombianos, Panamericanos:

Creo estar escribiendo este discurso desde la antigua capital y cuna de La Gran Colombia, a un paso de donde se reunió el congreso de la república de 1821. Tengo la fuerte impresión que, habiendo recorrido norte y oeste, he pasado varios días en pueblos fronterizos colombianos, compartiendo cervezas Aguila en bares polvorientos con muleros, oyendo ballenatos, esperando un permiso aduanal venezolano que no se ha dado. Aseguraría – pero ha de haber sido un espejismo— que pasé una semana de mi vida en Getsemaní, hipnotizado por la seductora vida de sus calles y la brisa caribeña de la costa. Creo recordar que los frenos quemados de mi camioneta se me hundieron al llegar a Pamplona una noche. Podría jurar haber visto las hormigas culonas, haber compartido las busetas de La Boquilla con sus residentes, haberle contado historias de Alaska a los niños en una feria de Aguachica. Estoy seguro, aunque debe de ser imposible, que pasé por Aracataca (pero ha de haber sido Macondo lo que ví). Juraría que hice colas de horas con cien motociclistas para obtener un seguro de auto en el centro de Cartagena, pero debo de estar engañándome. Seguramente soñé haber conversado sobre Pedro Infante con los soldados de los retenes militares en Fundación. No puede haber sido yo aquél que en una semana subió y bajó en su camioneta dos veces al Chicamocha, o aquél que ha dormido en un viejo hotel en Tunja y pensado que la ciudad se parecía a Toluca. Quizá fue mi cuerpo, pero no mi alma, el que ha de haber pasado por Páramo Berlin y comprado cebollas a sus campesinos. No sería capaz yo de haberme estrellado con un autobús de pasajeros en la intersección de la calle 7 y avenida tercera en Cúcuta, y luego haber pasado todo el día en la estación de policía negociando con abogados que amenazaban con retenerme en el país indefinidamente, aprovechándose de mi condición de turista. Como si hubiese sido yo, recuerdo nítidamente haber contemplado el puente de Boyacá, y haberme admirado cómo el cruzar un puente tan pequeño haya representado un paso tan grande para un país.

Diría que mi viaje panamericano ha encontrado grandes recompensas, pero también incontables desafíos, en Colombia. Peripecias, accidentes automovilísticos, la ferocidad de su geografía, acompañadas de mi mala suerte, me han acercado a los límites de mis energías. Quizá por ello alguien que quizás se llama Lucas Ospina me ha culpado por haberme adelantado a mi alma, de no estar ahí ni de preparar una “exposición” tradicional para la sala de proyectos de una universidad para justificar mi presencia (aunque creo recordar también que él tampoco vino al lugar donde la escuela y sus eventos se presentaron, siendo que esta recorrió veinticinco mil kilómetros para llegar a Bogotá y él no pudo cruzar la calle para verla y dar su opinión). Se me increpó por limitar esta empresa a los mecanismos de un cuerpo y de una camioneta, de no adentrarme lo suficiente en cada realidad, de repetir como loro el mismo mensaje por doquier, de no meter la carpa de media tonelada dentro de un autobús de pasajeros para tener una experiencia social “real.”

Quizá por ello, algunos han concluido que esta empresa no es sino una fantasmagoría. Algunos, viendo a la escuela de espaldas, han decidido remitirse a la crítica de arte tradicional y tratar de colocar a un proyecto continental dentro de un cubo blanco para dictaminar que esto es solo una estratagema comercial para satisfacer a alguna fundación neoyorkina. (Para ello hay que imaginar ingenuamente que es necesario hacer locuras como recorrer el continente entero por auto para justificar una beca, cuando en realidad bastaría con quedarse trabajando dentro de la comodidad del taller). Ellos, escogiendo buscar arte donde no lo hay, han olvidado ver lo que realmente importa.

Es probable que tuvimos desencuentros en Bogotá. Es probable que algunos me sintieron ausente, y simultáneamente, que yo tampoco sentí la presencia de ellos (el escepticismo es una forma de ausencia).

Pero no fue por no estar ahí. Al menos en la Colombia donde yo estuve, es un país donde no se puede estar con indiferencia. Las experiencias que tuve ahí, en ese lugar, ya fuera real o imaginario, definitivamente no me han dejado indiferente.

La Colombia que encontré, ya fuera en la realidad o en la imaginación, es un país con llagas al rojo vivo. Mis conversaciones, posiblemente imaginarias, con curadores, críticos y otros educadores colombianos, giraron moderadamente en torno al tema del patrimonio nacional. Pero el posterior debate con los participantes de un taller (que creo haber dado) derivó inevitablemente en el cansado y odioso tema del narcotráfico y el conflicto civil de Colombia: su muy propio desasosiego.

Mis propios infortunios en este país, publicitados tan profusamente, así como mi dificultad para sobrellevarlos, han sido interpretados como muestra contundente de fracaso. En nuestra sociedad mediatizada, ver (o fabricar) el infortunio de los otros es un alivio, porque nos hace sentir mejores. Desear que caigan los que intentan construír cualquier cosa resulta suculento porque nos convence que es mejor vivir en la mediocridad.

Yo intuyo que la supuesta decepción, si es que efectivamente la causé, no radicó en el ausentarme, o estar en otro planeta colombiano paralelo, sino paradójicamente, en el haber hecho visible sin intención aquello que no se quiere ver.. Quizá mi función aquí fue precisamente estar en otra parte para traer a colación aquello que todos preferiríamos que solo fuera un elemento imaginario.

Al final, la búsqueda de este proyecto es y ha sido por nuestros desasosiegos colectivos, y en la Colombia que visité los he encontrado, creí vivirlos, y creo haber al menos concebido el desafío que representa vivirlos. Concluyo que mi visita a Colombia, si es que verdaderamente fue real así como mi contacto con sus habitantes, me ha producido una profunda admiración hacia ustedes, los colombianos. En cuanto a aquellos que no me vieron, como a Lucas, quisiera hacerles una exhortación a abandonar los mecanismos de defensa que los hacen ver realidades selectivas. Es comprensible el desconfiar de todo, pero el nihilismo es nuestro veneno contemporáneo, un hoyo negro, así como la ruta más fácil del autoengaño. Sé que mientras muchos viven hundidos en ese abismo, otros saben que es posible vivir fuera de él. Tanto para ellos, como para ustedes, propongo una arriesgada, y quizá increíble, hipótesis: que efectivamente estuve con ustedes, en cuerpo— y en alma.